Fue cuando las siete hermanas de la Sirenita se quedaron calvas, al cambiar sus preciosas melenas a la Bruja del Mar por un puñal con el que la Sirenita debía atravesar el corazón del Príncipe, antes de que el primer rayo de sol, tras la boda real, luciera en el horizonte, convirtiéndola en espuma de mar. Estaba yo narrándolo ante aquel público ecléctico, desconcertado por la versión de Andersen, cuando levanté el puño simulando cómo la Sirenita alzaba el puñal, entrando en el camarote del príncipe, dispuesta a atravesar el corazón de su amado, y entonces se escuchó desde el público una voz infantil terriblemente asustada que gritó: ¡Ten cuidado, cuentacuentos, que te vas a cortar! A aquel niño le importó un pimiento qué le sucedía a la Sirenita, estaba realmente preocupado con que yo no me cortara con ese puñal invisible que él veía que peligraba entre mis dedos. Así que desde entonces me gusta contar cuentos porque la gente me cuida, se preocupa por mí, me abraza, me besa, me recuerda, me da de comer, me invita a comer, me llevan de aquí para allá y me enseñan sitios donde conozco a más gente que me cuida, me abraza, me besa... Y yo también.